Inoculación
Me duermo entre sus brazos, fundiéndome en el azulgrana de las sábanas. El aroma de su piel, de su amor, me lleva hacia Morfeo pausadamente. Se remueve y me despierto, pues no quiero perderme ni un segundo de sus miradas. Unos calcetines con alas terminan aterrizando dónde siempre, en ese pequeño rincón entre sus amigas zapatillas, mientras el gallinero resuena bajito en el televisor, y se va apagando su luz contrastada. Una pelea con las mantas, interminable, porqué resbalan, huyen, se retuercen y caen, pero siempre terminamos ganando. Un abrazo más, de nuevo, para volver a mi sueño, que no para, no es capaz de detenerse, de inocularme una incertidumbre tal que me corroe hasta en el país de los sueños. Se me ha colado, circula por cada centímetro de mí, invisible pero palpable. Intento hacerme la sorda, no escucharla tras los poros de mi piel, pero aparece y me desmonta, y me pierdo en lágrimas, aunque ella me rescata, me toma entre sus brazos de nuevo y se sofocan los lloros. Despierto, a su lado, tan cerca que el calor de ella es el mío propio, y viceversa. Se revuelve hacia mí, y me sonríe con los ojos cerrados… está tan bonita… Y un beso, un abrazo más, y vuelvo a esconder mis pupilas acompasando mi respiración a la suya, mi corazón al suyo. El frío azota su habitación, un gélido modo de despertar prácticamente, pero ahí está ella, esperando mientras me visto para volverme a acoger en su abrazo. Mil abrazos me da, no se cansa, y yo me puedo llegar a creer que ese veneno, esa incertidumbre que me carcome de la cabeza a los pies, se irá en uno de esos abrazos, porqué ella, ella ha sido, es y será mi único antídoto.
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