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Mi primer recuerdo

Mi primer recuerdo

Navengando por la red, me encontré con el relato de una compañera de viaje literario, el qual me inspiró y me recordó una vieja historia que tenía guardada en la mente... Un millón de gracias musa desconocida, por dar a luz a este relato...

Si fueras un chico...

Sinceramente, y bastante a mi pesar, no conservo demasiados recuerdos de mi infancia. Mi memoria siempre se ha caracterizado por ser un elemento que forma parte de mi yo más difuso, es selectiva, incontrolable y limitada. Por lo tanto, cuando alguien me pregunta que cuál es mi primer recuerdo jamás he sido capaz de responder con total sinceridad a esa cuestión (aunque la respuesta más sincera seria que no lo recuerdo, pero también es la menos creíble). Pero a pesar de esta falta de cronología memorística, conservo ciertos recuerdos, fugaces y difusos, retocados seguramente por el capricho de mi mente, que no soy capaz de colocar en un lugar concreto en el tiempo pero si en el espacio, y por lo tanto ya no sabría decir si son recuerdos o simples interpretaciones de realidades que ya han pasado.

Así pues, de entre esa masa incierta de recuerdos entremezclados, si uno tuviera que quedarse como primer recuerdo oficial, éste se situaría en un verano demasiado lejano como para situarlo en una fecha concreta, donde las nieblas de la memoria hacen difícil definir mi edad, y lo único que llega a dibujar mi mente es el antiguo pueblo que me abrazó con caluroso afecto durante los innumerables veranos de mi infancia. No había personitas de misma edad, por lo que mi consuelo llegaba en forma de niña, más o menos de mi edad, llegada de las tierras del norte, a pasar unos días acompañándonos en nuestra soledad. Todo eran risas y juegos con ella, inocentes tardes de verano refugiadas en la oscuridad del sótano de su casa para evitar morir por insolación en las horas de la tradicional siesta, la que obviamente ninguna de las dos echábamos (y que yo personalmente seguí y sigo sin echar), llenas de música que mis sentidos ya olvidaron y de coreografías inventadas por mi pequeña amiga, pues el baile no estaba entre mis pasiones (y de hecho tampoco lo está ahora). Y en una de esas tardes de insoportable calor, salido directamente des del mismísimo infierno, una pregunta salió de los labios de mi amiga, una pregunta que sin darme cuenta quizá marcaría mi futuro, pues jamás nadie me había planteado cosa similar, pero sin embargo, esa pregunta me persiguió a lo largo de los años. Pues en esa tarde, mi amiga dejó por un momento su baile improvisado, me miró con la cara más seria que una niña puede poner y entre sus labios se escapó lo siguiente: “Si fueras un chico, ¿yo te gustaría?”. Silencio sepulcral. Mis ojos como dos platos. Gran interrogante, puesto que jamás me había planteado cosa similar, pero que prevalecía en esa situación ¿la verdad o no herir a una amiga? Pero sin apenas pensarlo, con un solo parpadeo para recuperar la normalidad de la situación, la respuesta fue “Pues claro que si Tamara”, porque la verdad y la lealtad hacia esa niña tenían la misma respuesta hacia esa pregunta. Fueron más las chicas que me formularon esa pregunta, y la respuesta siempre fue la misma, con sus variantes de fisonomía, espacio y tiempo, pero poco a poco fui descubriendo que la respuesta tenía su sentido, pues yo no necesitaba ser un chico para que me gustasen, sino que siendo quién era ya bastaba, pues mis sentidos siempre me han indicado mi verdadero camino.

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